junio 16, 2018

¡VOY A PUBLICAR!

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Así es, la Editorial Páginas va a publicar mi libro "Viajeros", una novela de fantasía y aventura. Este es un escrito que quiero mucho y que me ha costado años terminar.  

El lanzamiento oficial será el lunes 23 de 2018 a las 2 pm en la gigantesca (y genialosa) Feria del Libro de Bogotá. En Corferias, la sala FilBo Ilustración. 


Luego, estaremos en el Pabellón 6, segundo piso, stand 137, para encontrarnos, charlar un rato y por supuesto, venderles el libro :).  




junio 12, 2018

VIAJEROS

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MI NOVELA VE LA LUZ


En un mundo sumido en el pacifismo de una Diosa despótica, las hadas están demasiado ocupadas buscando humanos para despellejar, y un dragón debe cuidar su matrimonio con una dragona de carácter poco dócil.
La situación se complica a niveles que resultan hilarantes cuando una niña, aprendiendo a ser bardo, un príncipe con sueños de abdicación, un guerrero cazando su aventura de graduación y un ladrón en busca de redención, quedan atrapados en el fuego cruzado de una guerra entre reinos.
La Diosa de Universia está centrada en sus aspiraciones de Paz Mundial, y nada entorpecerá su sueño de pringar a la humanidad en felicidad melosa. Nadie la detendrá, ¿o sí?
Una novela de fantasía un tanto oscura, o quizás una novela oscura disfrazada de fantasía. En todo caso, una historia con buena dosis de humor. 

A mis amables lectores y queridas lectoras los y las invito al lanzamiento de la segunda edición de  mi novela #Viajeros en la #FilBo (Feria del Libro de Bogotá), será el lunes 23 a las 2 pm, en la sala ilustración. 

junio 10, 2018

EL MILAGRO DE LOS LIBROS

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Autora: Karonlains Alarcón-Forero




La biblioteca de mi pueblo es un lugar estratégico y, por fortuna para mi país, es literal.



Está ubicada en la calle del batallón de policía, en una esquina elevada que le provee una posición privilegiada a quien quiera controlar el pueblo. Por eso, siempre era el primer lugar invadido por la guerrilla durante las tomas.


Las tomas a los pueblos no son como las personas las imaginan. Sí, hay tiros, sí, estalla una que otra bomba, pero la mayoría del tiempo se pasa en esperar que los guerrilleros vuelen la pared del Banco Agrario, roben la bóveda y se vayan.

Tampoco crean que los pobres policías son muy activos. No sería muy sincero decir que su mayor preocupación es la seguridad de la ciudadanía, más bien, se guardan en su cuartel y se aseguran de no hacer muchos tiros, no sea que sobrepasen la cuota mensual y les descuenten las balas de más en el bono de navidad.

Entonces, entre los tiros que apuntan a nubes descarriadas, siempre hay tiempo para una empanada con chocolate, y hasta una natilla, y si la cosa pinta muy larga, nos apuntamos un tamal.

Los cuentos dicen que en uno de esos turnos muertos, mientras sus compañeros de lucha estaban en la terraza creando rapsodias de respuesta a las sinfonías de los policías, a una de las compañeras comandantes en jefe de la columna más importante de la cúpula guerrillera, por puro aburrimiento, le dio por pasear en la biblioteca, y por ese mismo sentimiento agarró un libro. “Así habló Zaratustra”, como no pudo leer el nombre del autor lo arrojó lejos.

Caminando despacio se encontró con “Como agua para chocolate”, lo empezó con la intención de encontrar una buena receta para sus ratos de ocio en el campamento, que no por guerrillera tenía que ser menos mujer, pero cuando se topó con el amor romántico y las imágenes de las mujeres sumisas evocando pasiones en los tejidos nocturnos, también lo abandonó. Esos no eran temas para una revolucionaria.

Dicen que la tercera es la vencida.

Dicen mal.

En tercer lugar agarró “El Capital”, pero apenas leyó el titulo con rabia le arrancó cuantas hojas pudo, lo tiro al suelo, lo pisoteó con sus gruesas botas que conocían el sabor de las selvas y la sierra, luego lo descuadernó con una saña más propia de un paramilitar que de una guerrillera, y por ultimo arrojó sus restos a la caldera en llamas, dejando en claro que ella era una furibunda anticapitalista.

Segura de que la lectura era para oligarcas del estado, en el momento final decidió darle un pequeño chance a un último libro. Como antes, escogió uno al azar en medio del riguroso orden alfanumérico que le gustaba mantener al bibliotecario, cogió una selección de crónicas en donde se leían muchos nombres de autores: un tal Salcedo, Fals algo, alguien Calle, no se quien Molano y otros.

Ese libro la trasportó a una nación desconocida para ella, un lugar donde las personas, a pesar de todo lo vivido, hacían de su país un mejor lugar para vivir. En medio de historias que parecían relatadas por Sherezade y no por cronistas; se olvidó de su fusil y sus granadas.

Para ella, en ese momento de iluminación literaria, el ruido de la guerra se disolvió entre silabas, la rebelión encontró más propósitos que los pintados en el manualito avergonzado que asomaba en los bolsillos de su camuflado, la revolución descubrió significado fuera del diccionario de la Real Academia.

Desde ese primer día, durante años, dejó de disparar para leer, empezó a añorar las tomas y a robar pequeños libros que compartía en el campamento. El bibliotecario notó el hurto, tan solo rezó para que el ladrón no los estuviera usando como papel higiénico y mantuvo silencio.

Así fue como aprendió que existe un mundo mucho más grande que el monte que ilumina la luna llena, más largo que los pastos llaneros, más hermoso que una metáfora bien lograda. Entonces, tomó la decisión.
Fue ella quien empezó el proceso de los diálogos de paz, que desde Cuba, nos brindan un rayito de esperanza a nosotros, los que estamos fuera de los camuflados pero dentro de la guerra. 



Cuento finalista en el concurso "Si a la paz", de la Fundación Libera. 





junio 09, 2018

PACIFISMO COLOMBIANO

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AUTORA: Karonlains Alarcón-Forero


Una vez estaba el señor Efraín en la tienda de mi patrón, tranquilo como cualquier guerrillero tomándose el tinto de la media mañana cuando llegó un tal Negro; uno que estaba recién arrimado al pueblo.

Y así, sin más, se le sentó a Don Efraín en la mesa mirando la calle.

—Comandante. —Escuché que le decía el Negro.

Seguí limpiando y vi como Don Efraín se sacaba el revólver de detrás del pantalón y la ponía sobre la mesa justo al lado del tinto hirviendo, sentí miedo y los clientes empezaron a irse.

—Venia yo a pedirle un favorcito, —siguió el Negro como si no hubiera visto el arma— uno pequeñito así que no se alarme.

Don Efraín agarró el tinto con la izquierda y empezó a soplarlo.

—Diga a ver. —Increpó.

—Pues comandante nosotros solo queríamos que se fuera, usted y los suyos. Ya sabe, nosotros vamos a llegar a pacificar por estos lares y no queremos tener problemas. Usted es un hombre inteligente y sabe como van las cosas ¿no?

Don Efraín sorbió el tinto ruidosamente, como si estuviera llamando al resto de la columna guerrillera.

—Usted sabe que esas órdenes las da el comando, así que no me pida imposibles. —Respondió.

Caminé despacio hacia la barra para protegerme por si cualquier cosa, el patrón había ido a mercar y estaba sola.

—Pero usted puede hablar comandante, puede acelerar las cosas. Somos hombres así que por qué no hacemos algo: le doy tiempito y usted me asegura que se va, ¿no le parece?

Vi como Don Efraín tomaba otro sorbo antes de acurrucarme detrás de la tabla de madera, pensé en salir pero estaba petrificada por el miedo y empecé a temblar.

—No puedo hacer eso. —Sentenció Don Efraín.

—Vamos comandante, sabe que si quiere…

Escuché el ruido de la mesa caer y luego disparos: ¡PAZ! ¡PAZ! ¡PAZ!

Me atreví a asomarme y vi a Don Efraín de pie, con el revólver humeante en la mano apuntándole al forastero que estaba tirado en el piso sobre un charco de su propia sangre.

—Este pueblo ya está en paz ¡Negro hijueputa! Y no los necesitan.

El comandante respiraba agitado, se giró apuntándome y ahogué un grito de espanto. Al verme, bajó el revólver.

—Doña Carmencita, tranquila. Perdón por el desorden pero me tengo que ir. Eso sí, dígales a todos los del pueblo que estamos en paz y que nadie, ningún hijueputa salido del llano, va a venir a darnos más paz de la que tenemos. ¡Somos gente pacífica!

Miró al negro.

¡PAZ! ¡PAZ! ¡PAZ!



Este cuento hace parte de la recopilación Palabras de Paz, de la Red Pública de bibliotecas de Bogotá.


junio 06, 2018

TRASEGAR

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AUTORA: Karonlains Alarcón-Forero

Ella empezó a caminar. Su marcha era sombra de muerte y paso desolado. Su punta afilada penetraba y su cola metálica quemaba, era diseño de hombres, utilizada por hombres, destructora de hombres.
Su recorrido terminó cuando hurgó, destruyó, rompió. Se incrustó fieramente en la masa gelatinosa del cerebro, haciéndolo estallar contra las paredes blancas del hospital mientras los doctores observaban y analizaban la conducta psicótica.
Al final la bala logró su cometido: matar al artífice… 




junio 04, 2018

AMOR DESIERTO

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AUTORA: Karonlains Alarcón-Forero


Empezaron observándose bajo el sol del desierto, con las miradas surgió la duda «¿soy capaz de amar?», y de duna a duna, reconocieron el veneno que viciaba sus cuerpos.

«Te amo», dijo la rana. «Te amo», dijo el escorpión. Se besaron, él clavándole su aguijón ponzoñoso, ella impregnándolo con la toxina de su piel.

Frente a frente, tumbados en la arena se contemplaban agonizantes. Aun con el veneno carcomiéndolos esperaban para saber quién resistiría más y declararse vencedor.




Este cuento ganó el  concurso de "Microcuentos de desamor" en España. 

 

junio 02, 2018

MI MAMÁ Y LAS PASTILLAS

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Por: Karonlains Alarcón-Forero.
Antropóloga, U. Nacional (Colombia)



A mi mamá, por no creer en los psicólogos, y a mi papá, por negarse rotundamente a pagarlos.





—Yo no estoy loco, mi madre me ha hecho pruebas.
(Sheldon Cooper)




Crecí en un pueblo de esos que abundan en los andes colombianos, con monte, guerrillas y soldados por todos lados, y en ese pueblo mío había un loco. Nunca necesitamos un psicólogo ni un neurólogo para que lo determinara, era el típico loco de pueblo, y este loco era mi primo.

Había una razón por la que al loco no le hacía nada la guerrilla, a pesar que deliraba acerca de verdaderas revoluciones y pronunciaba con reverencia a un tal “Che”. También había una razón por la que el ejército nunca le hacía nada a pesar que escupía cuando los veía pasar y hablaba de masacres y acciones siempre veladas. Tanta indulgencia la causaba la misma razón por la que estaba loco: había leído muchos libros.

Entonces, el loco de mi pueblo ayudaba a los niños a hacer sus tareas: a falta de biblioteca, teníamos a mi primo. Así que en esos ires y venires de la vida, los niños terminábamos escuchando locuras que hablaban de mundos fuera del capitalismo, de vidas sin sumisión al dinero y de sueños con alas más grandes que las de los cóndores.

Como estaba loco, no dejaban que los niños se quedaran mucho tiempo a escucharlo, apenas el suficiente para que obtuvieran el valioso conocimiento académico y cumplieran con sus deberes. Lo que no sabían los adultos es que los niños son locos por naturaleza, tienen esa especie de locura que se arraiga en quien aún tiene inocencia. Por eso los niños escuchaban atentos mientras copiaban los mapas o las fechas históricas. Por eso, muchos corrieron antes que la guerrilla los reclutara o se escondieron de las armas del ejército: por el loco de mi pueblo muchos sobrevivieron.

Pero yo no era como los otros niños, tenía un oficio que era la envidia de mis compañeros y el único reproche que se le podía hacer a mi abuelita: le llevaba la comida a mi primo y le hacia los mandados. Nunca supe a ciencia cierta por qué me tocaba a mí y no a mis tías, primos o a mi hermana, pero lo cierto era que mi abuelita me sonreía con malicia y me decía: “Vaya donde el loco, que la necesita.” Tampoco supe cómo, pero nunca se equivocó.

El día que encontramos a mi primo abaleado en su casa, supimos que una norma-no-escrita de la guerra colombiana se había quebrado para siempre. Después de eso, familias enteras tuvieron que salir de sus casas y parcelas para recorrer caminos inciertos más allá de los recuerdos de los abuelos.

La mía entre esas.

Llegué a la capital con el sueño del que todo lo vela y la esperanza del que no sabe nada. Mi encuentro con la ciudad fue rudo, aunque se amortiguó por el hecho de que muchos de los nuestros emigraron al mismo lugar, y que donde nos establecimos era un barrio con muchas remembranzas de pueblo: pude seguir jugando y soñando, y aún veía montañas fantásticas alrededor de mi casa.

El problema fue cuando entré al bachillerato.

Mi desfile ante psicólogos empezó en séptimo grado cuando una profesora de religión, desesperada por mis continuos cuestionamientos, me mandó a la oficina del coordinador. Él apenas me miró por encima de sus gafas y me redireccionó hacia la orientación. Ahí tuve mi primer test, en el que uno encuentra formas en manchitas de tinta.

Debo aclarar que para alguien que crece en medio de tomas guerrilleras y tiros al aire, cuentos sobre la llorona, la madre monte y el mohán, viendo posesiones diabólicas y la presencia más o menos recurrente de diferentes tipos de brujas, es apenas normal ver en manchitas de tinta sangre, murciélagos, balas, montañas, personas, jefes guerrilleros, montoncitos de sal, tijeras abiertas y limones partidos en cuatro. Lo siguiente que supe respecto del test, fue que mi mamá estaba sentada frente a la orientadora que le hablaba visiblemente preocupada por mi salud mental, mientras ella asentía con gravedad a cada afirmación. A la salida, con la tarjeta de un psicólogo reconocidísimo en la mano, mi madre se me acercó y en un susurro me confesó: “Esa vieja está loca.” (Aprovecho este artículo para ratificar mi eterno amor filial).

Mi mamá se negó a hacerme más pruebas o dar su aprobación para que el colegio hiciera un tratamiento “adecuado” a mi situación. Trascurrieron los días entre una que otra ocurrencia, y leyendo, siempre leyendo.

Al año siguiente me fui a clases en pantalón y terminé nuevamente en la orientación. Esa vez la cosa fue tan grave que mi mamá tuvo que presentarse de inmediato, la psicóloga le dio toda una explicación acerca de las nuevas opciones sexuales y mi madre, tremendamente aburrida, la interrumpió con un gesto de la mano, me miró a los ojos y con su amabilidad a flor de piel me preguntó: “¿Eres marica hija mía? A lo que respondí: “No, sólo estaba haciendo mucho frío para usar falda.” Mi mamá miró a la psicóloga que estaba anonadada por tal expresión de cariño familiar y le dijo: “Ahí lo tiene usted, esta niña está loca como una cabra.” Tras lo cual soltamos una carcajada.

Digamos que no me volvieron a llevar a orientación ni a citar a mi mamá.

Regresé a psicólogos por diferentes razones a lo largo de mi vida y los abandoné a todos por el mismo motivo: drogas psiquiátricas. En este punto es importante diferenciar la psicología de la psiquiatría: La primera tiene un origen remoto y filosófico, se ha encargado de estudiar el alma, el comportamiento humano, sus consecuencias y las reacciones. La psicología moderna, aunque en ocasiones va muy de la mano con la psiquiatría, tiene muchas ramas de estudio y aplicación que difieren tanto entre sí como en las personas que las aplican. La psiquiatría, por su parte, es una invención relativamente moderna, que va de la mano con la medicina o la psicología, y que se caracteriza por el uso de diagnósticos y medicamentos.

La psiquiatría es la gran responsable del uso y concepto de la locura en esta época. La “locura moderna” es una enfermedad que data del siglo XVIII, donde Foucault localiza el inicio de la “normalización”, es decir, del estándar social. Si bien desde siempre ha existido un eje que rige la “normalidad” dentro de las distintas sociedades, también se han permitido espacios anormales donde residen personas que son distintas pero que cumplen funciones vitales. Un ejemplo simple es el chamán: raramente el chamanismo es un oficio heredable. El chamán busca a su discípulo dentro de la tribu con algunas características especiales y lo entrena para su reemplazo. El número de chamanes es limitado y nunca constituyen la mayoría de la población. De esta manera, un chamán es una persona extraña, rara, pero necesaria, y tiene un lugar social.

La “normalización” que establece Foucault obedece a la desaparición de ese espacio social que acepta y necesita de las personas que se salen de la regla, y ello es el inicio de lo que hoy conocemos como “locura.” Si bien han existido ejemplos de locura en épocas anteriores, han sido casos aislados y poco frecuentes. Es hoy, es esta época y esta sociedad, que la locura ataca a todos.

Cuando aparece la “normalización,” supuestamente desaparece la necesidad de personas fuera de los parámetros aceptados, pero entonces hay un nicho social que queda sin nombre ni lugar, y se crea la “locura” como solución: todo aquello que se salga de la norma es clasificado como loco y tratado como tal. Esto parece bueno hasta cierto grado, el problema radica en quienes eligen qué es lo “normal” y en que el concepto se convierta en algo rígido, sin movimiento social.

El estándar social no es nuevo, lo nuevo es que no se mueva. Digamos que el estándar es como la moda, va y vuelve, se le añaden unos churquitos por aquí o unos boleros por allá y siempre está vigente, pero lo importante es que es mutable y sobre todo, adaptable a lo que requiere la sociedad. En el caso de la “normalización,” esta adaptabilidad se pierde y el estándar de lo que es normal en la sociedad queda estancado en unos ítems específicos, que si bien son amplios, no son alterables. Es como si los pantalones bota campana se hubieran puesto de moda en los setenta y algún mandatario hubiera decretado que era lo único que se podía vestir: Entonces, se puede ampliar o reducir la bota, subir o bajar el talle, cambiar los colores o materiales, pero sólo se podrían usar esos pantalones botacampana; las pantalonetas, faldas, vestidos y otros tipos de pantalones estarían fuera de la ley, y no sólo serían mal vistos sino también prohibidos.

De esta manera, un estándar social creado hace ya dos siglos todavía sigue aplicándose hoy en día, con mayores o menores desviaciones y con diferentes nombres, por supuesto. Así se diagnostica la locura dentro de la psiquiatría: un estándar de normalidad, creado socialmente y estancado, marca el comportamiento correcto de las personas. Cuando alguien se sale del estándar está loco. Simple.

El asunto no fue siempre así. No cualquiera era loco, sino que al principio de la psiquiatría sólo se trataban como locos los casos extremos, personas que decididamente estaban fuera de los comportamientos sociales regulares, los que hoy conocemos como autistas, sociópatas, esquizofrénicos, pirómanos, etc. Pero siempre en momentos extremos y de gran complejidad. Estos diagnósticos iniciales no eran fijos ni ordenados, sólo se decía que eran locos, unos más que otros. Además, no tenían una regla común, cada psiquiatra definía el diagnostico.

En esos primeros días los tratamientos eran un asunto bastante debatible, aún hoy se tienen muchos problemas con la forma como se tratan los “locos” . Al principio, la creencia de que si se torturaba el cuerpo se salvaba el espíritu (heredada de la filosofía de la Santa Inquisición) llevó a que los tratamientos fueran extenuantes y tortuosos. La norma se basaba en obligar a “regresar” a la normalidad al paciente, esto se hacía mediante torturas físicas y mentales, hechas como pruebas en tiempo real para saber qué sucedía, pues no se tenían resultados concretos. Se ataba, mutilaba, inyectaba, drogaba, asustaba y otras cosas más, mientras los doctores observaban qué sucedía y cómo se reaccionaba.

En los hospitales psiquiátricos se vendían entradas para poder ver los tratamientos como si fueran espectáculos de sadismo. En Inglaterra, la alta sociedad asistía de manera recurrente a los tratamientos, tanto que los hospitales reportaban más ganancias por este rubro que por el ingreso de pacientes. Algunos tratamientos funcionaban, pero de manera personal: Lo que curaba a uno probablemente no curaba a otro y así sucesivamente, lo que ocasionó que la gente empezara a perder la confianza en los métodos psiquiátricos, y sobre todo, que dejaran de pagar.

Además la psiquiatría no era reconocida como una ciencia, y la suma de sus métodos sin resultados, los diagnósticos poco confiables y el rápido enriquecimiento de quienes la practicaban, empezó a minar su posición. A mediados del siglo XIX la psiquiatría entró en una recesión bastante fuerte que parecía marcar el inicio de su desaparición. Para rescatarse, empezó a anudarse con la medicina y esa unión provocó que se empezaran a crear “métodos científicos” en los tratamientos y a generar premisas de la “locura.”

El diagnostico tuvo que olvidar su rango puramente intuitivo para admitir métodos más claros, y para lograr esto una de las primeras tareas de los psiquiatras fue definir cuáles eran los motivos para volverse “loco.” He aquí una de las grandes vergüenzas de la psiquiatría: aún no lo saben a ciencia cierta.

La segunda tarea fue definir en qué lugar reside la “locura.” El concepto de “mente” fue ampliamente aceptado, principalmente por dos razones: no se sabe qué es ni dónde queda. Aunque actualmente se suele ubicar la mente en relación al cerebro, antes se hablaba de la mente tal como del alma, desde un aspecto teórico, metafísico y filosófico. De esta manera, al aceptar la mente como residencia de la locura podían basarse en múltiples teorías, aun contradictorias, pero todas aceptadas.

No todos aceptaron la idea de la mente y algunos doctores, siguiendo una línea del alma y teorías más cercanas a la psicología, empezaron a anudar la locura con hechos fisiológicos y enfermedades físicas, lo cual creó toda una línea de investigación que se deriva hoy en estudios del cerebro y en la aceptación de enfermedades como el alzhéimer, la demencia senil, el autismo, entre otras.

Por otro lado, se creó una rama dedicada a relacionar la mente con el comportamiento, radicar todas nuestras acciones en un solo sitio del cuerpo y culpar a este de las consecuencias. Se crearon tendencias de enfermedades mentales “nuevas” como las de “locura temporal,” “ataques” precipitados como ataques de ira, sicóticos, de celos, etc. La teoría de enfermedades mentales temporales sumada a la idea que la mente era responsable de ciertas actitudes, creó un efecto en el cual era posible asumir un problema mental como el “culpable” de las acciones cotidianas.

La tercera tarea de la psiquiatría para lograr su estatus científico fue modificar sus tratamientos obsoletos y poco efectivos. A raíz de mucha experimentación, tanto humana como animal, se encausaron los procedimientos para hacerlos mas efectivos y agradables a la vista. Ya no se tortura a los pacientes sino que se encauzan hacia la normalidad desde la aceptación del propio conflicto. De aquí surge el famoso tipo de tratamiento de los doce pasos, donde el primero es aceptar que tienes un problema y hay que trabajar en ello. Entonces ya no se tortura como antes, o por lo menos, ahora los parientes firman un permiso.

Entonces, la enfermedad surge de la “mente,” un lugar mágico y misterioso en medio del entorno corpóreo, y luego se determina de una manera profesional un diagnóstico de “locura” centrado en el hecho de que el paciente se sale del “estándar social,” y por ultimo tenemos unos tratamientos probados por el método científico: un mismo tratamiento genera unos mismos resultados en diferentes individuos.

Hasta aquí, la psiquiatría del siglo XXI parece mucho mejor que la del XVIII, pero hay dos puntos débiles: qué “locura” se diagnostica y cómo lograr tratamientos efectivos. Para el primero, los psiquiatras tuvieron una buena ayuda de la literatura: todas las manías fueron descritas en la literatura de los libertinos y con ellas bautizaron muchas enfermedades. La esquizofrenia, si bien fue un término que uso el doctor Benedict Moreal a mediados del siglo XIX, ya estaba referenciada en varios poemas de la famosa Safo. Se ha creado una lista un poco asombrosa de enfermedades, en especial manías y síndromes mentales, que habla muy bien del nivel de lectura de los padres de psiquiatría.

Por otro lado los tratamientos efectivos se lograron tan sólo hasta mediados del siglo XX ¿Por qué? La respuesta es muy simple: esa fue la época en que la industria farmacéutica empezó a generar más medicamentos de los que la gente necesitaba, y además fue cuando se contó con el desarrollo industrial y teórico necesario para experimentar con muchos de los activos principales de las drogas psiquiátricas.

De esta manera la “locura,” que era especifica y de muy pocos, se convirtió en algo a lo que todos podemos ser propensos y que nos afecta, tal como un virus. Esta es la puerta que le dio paso a lo que hoy en día se conoce como el “marketing de la locura,” que es precisamente el tema del próximo artículo.

Creo que de alguna manera heredé el título de la loca de la familia y ahora, gracias a la tecnología, no necesitan venir a visitarme: En cambio, me llaman a las diez de la noche un día cualquiera a preguntarme sobre conquistadores, a las seis de la tarde del domingo para que ayude a hacer un listado de tipos de adjetivos y sustantivos, y una vez hasta logré explicar, vía teléfono celular, cómo balancear ecuaciones químicas. Lo interesante es que en mi familia la locura mercantilista no existe, todo se arregla con una visita a mi abuelita, una empanada y un chocolate… y si no se arregla, por lo menos se disfruta.

Pero no teman, no soy una loca peligrosa. :)
junio 01, 2018

EL TIEMPO ENTRE COSTURAS

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DE: MARIA DUEÑAS

Reseña escrita por Karonlains Alarcón-Forero

A mí me encanta andar esculcando las librerías de segunda y en la Feria del Libro de Bogotá, siempre dedico una tarde solo para los segundazos. Este año encontré varias perlas muy económicas que compré sin pensarlo, y ahora que veo los extractos, bueno, al parecer las pagaré durante el resto del año, pero ha valido la pena.

El primero que descubrí fue #El tiempo entre costuras, de la autora #MaríaDueñas. Había escuchado mucho de este libro, varias amistades me lo habían recomendado y cuando lo vi reposando en la pila de “Todo a 20.000” lo agarré sin dilación y mientras lo pagaba lo empecé.

Cuenta la historia de un muchacha modesta que se mete con el hombre equivocado, claro todo esto en medio de bonitas reflexiones, y luego ¡oh la la! Aparece un padre millonario para complicar la trama, si lo sé, muy de novela mexicana o venezolana, pero funciona créanme.

Luego viene el desamor, el abandono, la tragedia y una nueva tierra. Esta fue la parte que mas me gustó del libro, unas descripciones ricas y bella, trabajadas en la filigrana de las letras, esta parte me pareció las mas bella, aunque es bastante lenta y las hojas se van sin que suceda mayor cosa.

Viene luego la fortuna y a levantar cabeza Sira, y ya se pone un poco en acción. Pero ya llega la tercera parte que no me pareció mucho, porque a veces se siente forzada, y bueno las reflexiones profundas se van al caño y todo parece ser pura filosofía del tipo ¿Qué hago con mi vida?, que no es que me guste mucho.  

El primer tercio del libro me encantó, una prosa ágil y bien trabajada, una historia que es trillada pero muy bien narrada. Pero luego perdió ritmo, el segundo tercio se me hizo pesado, creo que si no fuera porque soy de esas lectoras que no abandonan un libro hasta haberlo terminado, esa hubiera sido mi corta interacción con #MariaDueñas.

Ya para la última parte retoma mejor el ritmo, aunque la narrativa también decae. No me gustó el final, demasiado explicito, y no lo sentí acorde a lo que había presentado la autora durante la narrativa, me pareció rebuscado.

Al ser un libro de romance histórico no pertenece a mis géneros favoritos, debo reconocerle que me sorprendió y que está muy bien documentado. Aunque para tener seiscientas y pico de hojas es lentísimo, si les gusta el melodrama recomendado, si son de los que buscan acción, pasen de esta lectura, y si son autores de ficción histórica, les gusta el género, es una lectura obligada, no solo por la forma como se documentó la autora para escribirlo (incluye un apéndice de textos a consultar) sino por como logra que Sira, la protagonista, narré todo de manera realista, aunque se trate de un personaje de ficción.

Creo que ese es su mayor logro, hacernos estar en la guerra Civil española a través de una chica común y corriente, me encanta que se encarga de los hechos cotidianos que suceden en una guerra, y que como lo dice su título configura el Tiempo entre costuras. Me parece un buen arranque para la autora, espero leer más de sus obras para ver como evoluciona su estilo de escritura.

Por ahí he leído que le hicieron una serie al libro, no me emociona ni un pelín verla, porque una de las cosas que mas disfruté fue imaginar todos los vestidos que se describen, las telas, los colores, la textura, las costuras como punto presente en la lectura me pareció un recurso bien logrado, y se me hace que una tv me va a matar el gusto y el disfrute imaginario.







junio 01, 2018

EVOCACIONES DE LA PIEDRA DE LA PANELA

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Por: Karonlains Alarcón-Forero.
Antropóloga, U. Nacional (Colombia)


Debo aclarar que la madre aquí retratada es ficcionada, de esas que solo se encuentran en los cuentos de Cortazar, Gabriel García Márquez, o en cualquier cocina colombiana. Mi madre es mucho más bella, tolerante, creativa y ante todo, tiene una puntería envidiable.

En este tema de los castigos se han escrito muchas cosas: que son buenos, que malos, adecuados, inadecuados, que se debe dar una palmada en la mano, que mejor ningun castigo físico, que un fuetazo de vez en cuando no desbarata a nadie, que los pedagógicos, que los que no enseñan, en fin…

Este artículo no es del tipo “diez consejos para padres jóvenes,” o “¿es mortal el cable de la plancha?” Tampoco “mejora tu puntería con objetos contundentes, querida madre moderna,” no. Simplemente cuenta una historia y cada cual que saque sus conclusiones.

Mi madre sufrió mucho conmigo básicamente porque no tenía una medida de control, en palabras normales: no encontraba un castigo. Uno de mis primeros recuerdos es estar mirando una pared de color pálido con unas pequeñas grietas, creo que estaba en los famosos “tiempos fuera” que se usan ahora con mucha frecuencia. En esos tiernos recuerdos lo único que tenía en mente era el odio desmedido hacía mis padres, maestra o cualquiera que me hubiera castigado; me decían: “Piensa en lo que has hecho.”

Yo, efectivamente, cavilaba al respeto y no encontraba por qué yo, la tierna criatura inocente de un par de añitos que era, tenía que pararme hasta que me dolieran los pies solo por cortarle un mechón de pelo a mi hermana; en la peluquería lo hacían todos los días y nadie era castigado. O porque decidía averiguar por dónde había electricidad, usando el dedo de alguien más; eso era curiosidad científica, de esa que forja a los Einsteins o Newtons, pero no, a mí en lugar de nominarme al premio Nobel por descubrir que tan rápido se quema un soldadito de plástico, me mandaban a una esquina. ¡Tamaña injusticia!

Así que el ejercicio de mirar hacia una pared en blanco y reflexionar solo me hacía sentir rabia y humillación, odio contra los que, abusando de su poder, me ignoraban, me invisibilizaban y me enviaban sola, a un espacio en donde no podía compartir con nadie, dizque a pensar. Perezosos ellos que en lugar de dialogar conmigo sobre mis curiosidades científicas, preferían el camino fácil de tirarme a un lado.

No fue muy productivo el asunto, en realidad no aprendí nada.

Luego se pasó a los ya clásicos: coscorrón, pellizco o palmada. El pellizco, lo recuerdo muy bien, era bastante recurrente en esos momentos de visitas o almuerzos familiares donde uno empezaba a hablar cosas que, según mi querida madre, “no le incumben a nadie mas.” El inconveniente era que cuando yo sentía ese retorcijón en la piel y mi mamá me mandaba a callar, de mala gana obedecía, pero luego, en cualquier descuido, volvía a hablar terminando de embarrarla, con las frase irremediable que conllevaba ese acto: “en la casa arreglamos.”

De niña no entendía por qué a mi mamá le daba por pellizcarme, empecé a tenerle cierto temor a la casa de mi abuela donde era más repetitivo este castigo. Un día, siendo ya un poco mayor, decidí hacer la gran pregunta: “Mamá, ¿por qué me pellizcas?” Mi madre, que estaba en la cocina, me miró amenazándome con un cucharón de palo: “Pues porque usted no hace sino contar las cosas de la casa y eso no se cuenta.” Siguiendo la amena conversación mientras buscaba refugio de cualquier lanzamiento de cucharón de última hora, le dije: “Pero nunca me dijiste eso, si me lo hubieras dicho yo no habría contado nada y no me habrías pellizcado.” Mi madre cariñosamente entrecerró los ojos y me señaló con su cuchara de palo chorreante de sopa: “Lo dije mil veces, siempre te digo que te calles.”  Tomando posición de alerta conteste: “Pero yo me callaba un rato, pensaba que eso era suficiente y por eso después volvía a hablar.”

Después de la conversación, mi padre compró un juego compacto de cucharas de aluminio que eran poco arrojadizas.

Así que ese fue el primer gran descubrimiento: los castigos de mi mamá no funcionaban porque no me los explicaba, no me decía qué había hecho mal, qué se esperaba de mí o por qué estaba recibiendo un coscorrón. Simplemente realizaba la acción dando por sentado que yo pertenecía al mismo grupo humano que ella y que esto era suficiente para entender el complejo juego de acción y reacción de la sociedad, pero para desgracia de los secretos paternales y divertimiento de la tía chismosa de la familia, desde mi punto de vista las cosas no eran tan simples.

Como niña, no entendía muchos códigos y convenciones sociales, por lo que no podía responder adecuadamente, no sabía que la orden “callarse” no era dejar de hablar sino no contar los asuntos familiares. No entendía, al igual que la mayoría de niños, si me decían: “hágalo a ver qué le pasa,” pues lo hacía porque tenía curiosidad de saber qué sucedía. Como la mayoría de veces lo que pasaba era que me castigaban, después de varias ocasiones temía hacer esa acción, como un ratón de laboratorio que ha aprendido que comida implica corrientazos eléctricos, pero para llegar a la sobrecogedora verdad tenía que pasar varias veces por el castigo, lo que no era muy agradable.

Frases como “mire a ver,” “coma callado,” “le volteo el mascadero” y otras menos educativas, realmente carecían de sentido para mí. “¿Cómo voy a comer con la boca cerrada?,” me preguntaba en la mesa mientras hacia el mejor intento. “¿Qué es el mascadero?,” pregunté una vez en clase de biología, lo cual, nuevamente, no me valió una mención de honor sino una citación de padres.

La metáfora, la ironía, el símil y otras figuras literarias, no son fáciles de comprender para los niños, son expresiones del idioma que obtienen sentido de acuerdo a su uso social y no al convencional. Los niños apenas están entrando en el desarrollo del lenguaje, pues hasta los 5 o 6 años están alfabetizándose: aprendiendo palabras y usos gramaticales correctos. Darle órdenes a un niño de manera irónica, hablar con doble sentido y cosas por el estilo, no tienen el feliz resultado que los padres esperan sino que confunden al niño y lo dejan insatisfecho y alejado. Para mí fue un alivio cuando mi mamá, gracias al nuevo juego de cucharonas y la intervención de mi abuelita, dejó de usar frases tan enigmáticas y empezó simplemente a decir: “no haga eso,” “bájese de ahí,” “deje eso quieto,” cada cual con sus respectivas explicaciones.

Luego que aprendí a callar los secretos familiares, vino la época que yo cariñosamente he bautizado: “Lanzamiento de la piedra de la panela,” o “metodología de caza con cable de plancha.”

Esto necesita algo de contexto: en las casas colombianas es costumbre tener una piedra de rio (un tipo de piedra redondeada y sin filosidades) de buen tamaño, con ella se parte la panela (un bloque sólido de melaza de caña de azúcar, muy usado en la cocina colombiana), se ablanda la carne, se muele la pimienta y otras tareas similares (para mayor información véase patrimonioinmaterialbogotano.blogspot.com/2008/12/memoria-familiar-la-piedra-para-partir.html).

Cuando rondaba yo los 10 años era lo que los sicólogos de vieja guardia han denominado: una chica rebelde. Le contestaba de mala manera  a mis padres, no obedecía sus mandatos, no hacia los deberes de la casa ni del colegio, era un desastre. Mi madre, como siempre muy preocupada por mí, había pasado de los pellizcos a las palmadas y luego a los cinturonazos, pero la verdad era poco me importaba. Un par de golpes dolían unas horas y aun así no tenia que hacer tarea, prefería aguantarme un poco de dolor  a cumplir.

Ante mi altanería, mi madre empezó a perder el autocontrol y lanzarme cuanta cosa encontraba a mano: un pocillo, un vaso, libros, pero en especial la piedra de la panela. Tardé muy poco en tener la destreza suficiente para esquivar los objetos lanzados y ver a mi madre histérica solo hacia que mi irrespeto aumentara. Ahora creo que es importante que los padres mantengan el control en todo momento, que no pierdan la compostura y que frente a sus hijos muestren paciencia. Un castigo impuesto con histeria no tiene ningún efecto, porque parece resultado del estado de ánimo del que castiga, no de la acción realizada. Es como cuando el jefe llega enojado y alguien pierde el trabajo ese día, uno no piensa es que era mal trabajador sino que el jefe se desquitó.

El mismo efecto.

Mi madre, desesperada, cambió la piedra de la panela por el cable de la plancha. Hubo magnificas temporadas de caza donde ella corría detrás mio por la casa esperando alcanzarme para “darme mi merecido,” yo me divertía y hacia ejercicio, a excepción del par de veces que logró alcanzarme. Igual, el castigo no funcionaba y doy gracias a Dios que mi mamá nuca supo que se podía comprar cable por metros en la ferretería.

Recuerdo una mañana que ella estaba sirviendo el desayuno y yo le contesté de manera grosera; me persiguió con el palo de la escoba para pegarme, notando que no tenía mucho espacio para huir salí fuera de la casa, para sorpresa mía ella también salió a perseguirme, yo corrí adelante, rodeé toda la manzana y llegué primero a la puerta, entré sin dudarlo y en medio de mi desespero cerré detrás mio dejando a mi querida madre por fuera. Ella gritó, amenazó, vociferó hasta que todos los vecinos se enteraron de lo que sucedía y a mí no se me movió ni un pelo, solo hasta que mi padre apareció, llaves en mano, fue que empecé a tener conciencia de mis acciones.

Hasta ese día, la verdad no me importaba lo que hacía ni las decisiones de mis padres sobre mí, si me golpeaban o me castigaban impidiéndome salir, ver televisión, hablar por teléfono, reunirme con mis amigas, cualquier cosa, simplemente me quedaba echada en la cama mirando para el techo imaginando cosas. De esta manera, cualquier castigo era prácticamente inservible porque realmente las reprimendas no significaban nada, los golpes o las prohibiciones me molestaban en el momento en que las recibía, pero después perdían cualquier efecto. Sentía una apatía completa por el mundo y no me importaba nada.

Pero ese día vi a mi padre abrir la puerta y a mi madre entrar, estaba llorando, despeinada en su bata y con pantuflas, una vecina le había prestado el teléfono y le había brindado un te mientras esperaba, mi padre tuvo que pedir permiso en el trabajo. Una vez adentro pensé que mi mamá iba a golpearme o a regañarme, pero en lugar de eso se encerraron ellos dos en su habitación ignorándome por completo. Mi madre lloraba y lloraba y decía que se encontraba muy mal, yo en la sala escuchaba y empecé a sentir una opresión encima. Ella decía: “Yo solo hago las cosas por esta casa, limpio, organizo, todo con tal de que ellas estén bien.” Y lloraba, gemía mientras mi padre la consolaba.

Recuerdo que miré alrededor, mi casa estaba reluciente y una porción del desayuno que mi mamá me había preparado aun brillaba sobre la mesa, me sentí desagradecida. Yo nunca ordenaba, ni cocinaba, ni lavaba, ni planchaba ni absolutamente nada. Mi padre decía que mi única responsabilidad era mi estudio y yo respondía bastante bien, mis calificaciones eran las mejores, por lo que yo no sentía que debía cambiar en algo. Pero ese día entendí que mi madre se había esforzado tanto por mí que me había anulado y alejado de la vida familiar, de cierta manera no estaba involucrada con el hogar, tal vez si me hubiera puesto a lavar mis medias, o a ayudar de vez en cuando con los platos, si hubiera sabido al menos con qué se limpiaba el polvo, no hubiera sido tan altanera.

Gran parte de mi apatía se debía a que no sentía pertenencia a nada, ni a mi propia familia, quería y admiraba a mi padre porque trabajaba para nosotras, pero por mi madre no sentía eso, la veía como una desocupada que se aprovechaba del dinero de mi padre, una inútil que no hacia nada sino quedarse todo el día en la casa, ella no había estudiado así que la menospreciaba y pensaba que no podía aportarme nada.

No valoraba su trabajo y esfuerzo, en gran parte por eso era tan altanera. No había aprendido a valorar los roles que mis padres desempeñaban, ni a diferenciarlos, mucho menos los entendía, y eso se reflejaba en mi carácter: no me gustaba trabajar en grupo, no era líder, creía que yo sola podía hacerlo todo por mi cuenta. No valoraba los aportes externos, el sentimiento de autosuficiencia desmedido me había hecho egoísta y prepotente, tantas medallas y diplomas en el colegio me hacían sentirme más que los demás y mis padres nunca me habían detenido en ese tren súper veloz que es el ego.

Ese día por fin me di cuenta que yo, la muchacha que era sobresaliente en el colegio, que hacía mis deberes sola, que ya sabía moverme por la ciudad, que no necesitaba a nadie para ser persona, no comprendía cómo se prendía la maquina lavadora ni sabia lavar mis medias.

Por tradición, mi familia siempre viajaba a tierra caliente en época de semana santa, pero ese año no se pudo porque mi padre tuvo que trabajar el viernes santo (día festivo en Colombia) para compensar el tiempo que tuvo que tomarse en ir hasta la casa y ayudar a mi mamá. Nadie me dijo nada, no me acusaron, pero en el fondo yo era consiente de que era mi culpa, pude sentir las consecuencias de mis actos y tomé conciencia de que mis acciones afectaban a otros y a mi misma. Había desarrollado empatía, la habilidad para ponerme en los zapatos de los demás y sentir lo que ellos sienten.

Las personas creen que por instinto los seres humanos tenemos empatía, esto no es cierto. Los niños carecen de empatía (no por completo) por eso son capaces de ser muy crueles, de hecho, la infancia es la mejor época para fomentar su proceso. Gran parte de los desordenes mentales modernos proviene de su ausencia o poco desarrollo, al igual que la rebeldía en la adolescencia. La responsabilidad está relacionada con la empatía, para sentir que debes cumplir, debes tener la capacidad de comprender por qué la tarea que llevas a cabo es importante, no solo para ti, sino para todos.

Como en un trabajo, si tú no cumples con tu parte, sabes que eso afectará a otros. Por ejemplo, si en contabilidad no hacen la nómina, los de pagaduría no pueden girar los cheques a los empleados, y sin paga estos no van a trabajar, y si no trabajan la empresa quebrará. Tú lo haces porque entiendes las consecuencias de tu ineficacia laboral, pero para entenderlas debes ser capaz de crear empatía con otros.

La actitud “no me importa” está basada en la carencia empática, no importa nada porque realmente no se siente nada, cuando me castigaban yo no era capaz de crear empatía con el dolor de mis padres por lo que en mi mente y mis sentimientos no había ninguna consecuencia. Desarrollar empatía fue fundamental en el mejoramiento de la relación con mis padres y lo hice precisamente con su ayuda y la de mis maestros, pues es muy difícil hacerlo por sí solo.

Mi padre, como siempre tan ecuánime, después de varios espectáculos de cacería con cable de plancha, decidió pagar un psiquiatra. En principio era para mí, pero en esos vericuetos de la vida terminamos en terapia mi madre y yo, en conjunto, sentadas en el gran sillón hablando de cómo le teníamos miedo al armario de la ropa. La señora que nos atendió, muy amable ella, nos dio un par de consejos para relacionarnos y le mandó a mi mamá a leer sobre “padres contemporáneos.” Aquí se inicia la etapa posmoderna en mi casa.

Un día llegué tarde a mi casa y mi madre me esperaba sentada en su sillón, tan tranquila que pensé que estaba en las drogas. Me llamó con voz calmada y suave: “ven hija mía a mi lado.” Me senté con cierto temor, siempre se puede esconder un bastón eléctrico debajo de un cojín; con cara de sorpresa pregunté: “¿Qué sucede madre?” Ella suspiró y lentamente, midiendo cada palabra, me contestó: “Creo que hemos roto nuestros puentes de comunicación, así que debemos reconstruirlos.”  Yo no supe qué responder, había estado por fuera de mi casa hasta las diez de la noche, sin permiso, y mi mamá me decía algo muy inusual; solo hice un gesto de sorpresa. “Hija —continuó ella— puedes confiar en que yo soy una gran amiga para ti.” La abducción se me hizo la teoría mas lógica de en dónde podría estar mi verdadera madre. “Es que debemos ser un complemento, hija.” Levanté una ceja y me dispuse a huir de aquel ser que usaba sin ningún escrúpulo la piel de mi querida mamá. Ella me miró cansada, suspiró y mandó la mano hacia un cojín, me levanté como un resorte confirmando mis terribles sospechas, pero en lugar de sacar un mini láser o alguna otra arma relacionada con OVNIs, lo que me mostró fue un libro: Sicología sencilla para padres conflictuados, se llamaba. “Bueno, aquí dice que eso es lo que está ocurriendo.” Ambas nos miramos, yo debía tener cara de terror y ella se río, su risa se me contagió y nos sentamos juntas a reír un buen rato.

Después de esa risa en un momento la miré y la abracé, porque la quería y apreciaba el esfuerzo que hacía por mí. “¿Dónde estabas?,” me preguntó después con tranquilidad. “En la biblioteca.” Ella me miró con ese gesto muy poco maternal. “¡Ja! En mis tiempos inventábamos mejores excusas.” Esa afirmación me dolió porque mi respuesta era verdadera, para demostrarlo saqué de la maleta un par de libros y se los puse encima de la mesa de centro, ella los cogió, los miró y los sopesó, luego hizo un gesto de asombro y dijo: “¡Por Dios! Mi hija es una ñoña.” Entonces pudimos sentir la gran distancia que nos había separado, gritos, regaños, castigos excesivos y la falta de diálogo nos habían distanciado a tal punto que mi mamá no sabía a qué me dedicaba. “Si —sonreí mientras recogía los libros—, soy muy ñoña y me la paso en la biblioteca.”

Durante toda la noche hablamos acerca de mis gustos, descubrí que mis padres pensaban que estaba asistiendo a fiestas y cosas por el estilo, mientras yo estaba casi todo el tiempo en cursos de literatura, leyendo en parques y en la biblioteca. Mientras mis padres se preocupaban por quiénes eran los amigos que me estaban llevando a la perdición, yo me perdía entre las páginas de Shakespeare y Neruda. Tenía yo 17 años por esa época y mis padres pensaban que ya tenía tatuajes ocultos, cuando en verdad ni siquiera pensaba en beber alcohol.

A partir de esa noche dejamos los libros de autoayuda para padres en los estantes de las librerías y empezamos a hablar, sorprendí a mis padres con mis gustos y pasatiempos e hice un esfuerzo por compartir mi vida con ellos. Me gustan mucho los juegos de mesa, por lo que compré un par y los fines de semana jugábamos todos, para mi sorpresa mi madre era una audaz jugadora de cartas que además sabía muchos tipos de juegos, en nuestros ratos libres me enseñó muchas cosas y aprendí a valorar su conocimiento. En esos tiempos compartidos no solo yo hablaba, no estaba sometida al cuestionario de: ¿Quién eres?, ¿qué haces?, ¿qué te gusta?, etc., sino que todos intercambiábamos experiencias e historias de vida. Fue muy interesante escuchar las anécdotas de juventud de mi madre, cuando hacía travesuras de niña al igual que yo, cómo había estudiado mi padre en la universidad, etc.

Cuando ellos hablaban de sus cosas, yo los sentía como personas reales, no únicamente como entes de control y autoridad, al entrar en contacto con mis “padres de carne y hueso” me sentí libre y en confianza. Libre para ser persona de “carne y hueso” como ellos: con errores, con dudas, temores… En esa época yo sentía que debía ser la hija perfecta y ese peso me agobiaba, debía ser hermana mayor y cuidar a mis hermanos, ser estudiante ejemplar, aprender a ser una buena mujer, decidir la carrera a estudiar, proyectarme como ser social y otros roles que me abrumaban. Pero no tenía nadie a quien consultar ni una guía, me daba miedo que mis padres notaran que no era tan perfecta como ellos pensaban. Así que descubrir que todo eso era normal fue un alivio y una gran ayuda para encaminarme.

Sentí confianza porque noté el apoyo del que gozaba, y gracias al dialogo y a compartir con mi familia, ellos pudieron aprender quien era yo y así entenderme. Más allá de todo lo que viví junto a mis padres hubo algo que siempre, a pesar de los contratiempos, me enseñó: el ejemplo. Tuve la fortuna de contar con unos padres honrados y trabajadores que me enseñaron la importancia de la sinceridad, el buen trato, los buenos modales, el respeto, me enseñaron a compartir… me enseñaron a ser buena persona tal como ellos lo son. Por eso, si sus hijos parecen sordos a sus palabras, no se preocupen tanto por ellas como por sus actos, pues como se dice popularmente: “la palabra convence, pero el ejemplo arrastra.”

Después de contratiempos y vaivenes, la relación paterno filial se estabilizó en un buen ambiente. Ahora de mayor, creo que los castigos realmente no ayudaron mucho, fueron mejores las palabras y los premios. Estos últimos son muy interesantes y pedagógicamente más efectivos, pero esto es una experiencia para contar en un nuevo artículo, porque es otra historia: la mía como madre.
junio 01, 2018

CARTA DE UNA COLOMBIANA INDIGNADA

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                                                         Por: Karonlains Alarcón-Forero.

Antropóloga, U. Nacional (Colombia)

Querido presidente de la República:

Soy colombiana, nacida en medio de los Andes y criada en el frío capitalino. Durante años he visto y conocido la guerra en muchas de sus facetas y connotaciones; hoy veo con horror el asunto de los indígenas del Cauca, veo cómo decenas de indígenas han sacado de su propia base militar a los militares que tanto afirman defender nuestra patria.

Independiente de la lucha indígena, esta carta va dirigida a otro asunto.

¿No es acaso correcto Señor presidente, que en el último año la partida presupuestal para el ejército (no las fuerzas militares, tan sólo el ejército) se aumentó en $1.800 millones de pesos? ¿Acaso no es cierto que durante ocho años del gobierno Uribe (que Usted, Señor Santos, apoyó incansablemente) se recortaron los gastos sociales, se aumentaron los impuestos, y se destinaron millones de millones para el ejército y su lucha contra la guerrilla? ¿Es acaso mentira que Usted, señor presidente, ha seguido con dicha política económica?

Pues bien, hace poco salí del país y tuve que pagar mas de tres millones de pesos en impuestos, sin contar los que pagué cuando compré cada cosa, o cuando cobraba mi sueldo (en el que me descontaban un 10% para el gobierno, y otras reglamentaciones de ley como salud y pensión), tengo los recibos del impuesto predial de la casa de mi madre donde viví, y de la casa de mi cuñada que cuidé por un tiempo. He pagado mis impuestos puntualmente, como muchos colombianos, y tengo pruebas de ello: en cada recibo público, en cada recibo de mercado, en cientos de papeles.

Y sé, por innumerables declaraciones suyas, que ese dinero ha sido usado para la guerra, para financiar entrenamientos militares, compras de armamento, dotación y equipos de última tecnología para los soldados.

Hoy veo cómo mi dinero se ha despilfarrado: ese ejército tan profesional que profesa el gobierno tener, ese ejército que dizque vencerá a las FARC en sus propias trinchera, ese ejército que consume casi el 50% de nuestro presupuesto nacional, ese ejército que recluta por la fuerza a nuestros muchachos pobres y campesinos, ese mismo ejército compuesto por soldados que nos han vendido como héroes mientras los falsos positivos denuncian como cobardes, ese mismo fue derrotado ayer por la Guardia Indígena del Cauca, armada de palos que ellos dicen llamar bastones de mando, y con sólo su presencia sacaron a los soldados que habían establecido una base en el cerro Berlín (Toribio- Cauca).
 
¿Me quiere decir Usted, señor presidente, cómo un ejército que se precia de ser profesional y de ser uno de los mejores en todo el mundo, pierde ante personas armadas con palos? Y no me estoy refiriendo al uso de las armas, no me malinterprete, por supuesto que no. Seria inhumano disparar contra personas que han sufrido expropiación, violencia, guerra, hambre, desigualdad, y toda una serie de vejámenes por más de 500 años. NO. No pido disparos.

Pero en un ejército profesional existe la estrategia, Señor presidente (por si ignora este pequeño dato), y el entrenamiento en ella es vital en la guerra contra guerrillas (pregúntele a los vietnamitas si por si acaso no sabe de qué hablo), pues de esta manera se minimizan daños y además se ahorran valiosos recursos como las balas (las que pagamos los colombianos con nuestros impuestos). Una buena estrategia puede vencer a ejércitos poderosos, las luchas de los musulmanes contra los cruzados así lo comprueban a través de la historia. Y la pérdida del ejército no sólo demuestra el poder y la fortaleza indígena, sino también la ausencia total de estrategia por parte de los soldados: su líder ni siquiera supo negociar, se rindió tan amplio y largo como es su verdoso uniforme.

La victoria del pueblo indígena caucano pone en evidencia la falacia del “mejor ejército” que nos ha estado vendiendo usted (¡Sí! ¡Usted! Ahora como presidente, y antes como ministro de defensa), y que ha estado consumiendo nuestros recursos.
 
Me siento indignada de ver como mis impuestos han sido simplemente despilfarrados en un ejército que promete vencer la guerrilla, pero que en la práctica demuestra un simple desconocimiento de la regla más básica de la guerra: la estrategia. Un ejército que sabe matar muchachos inocentes de Soacha y otros lugares del país, que sabe masacrar indígenas solitarios en los retenes, que sabe dar tiros de gracia en la nuca de los estudiantes, pero que no sabe y no tiene la más mínima idea de cómo armar una estrategia.

De esta manera, hoy siento mi voz de protesta en contra de que mi dinero, el que me gano con el sudor de mi frente (o el dolor del túnel del carpo, que soy escritora) sea usado para seguir alimentando el odio visceral de los soldados. Hoy protesto, porque no quiero más presupuesto para la guerra. Ya la Guardia Indígena del Cauca lo demostró: sin dinero, sin recursos, sin violencia, se puede exigir la paz.

Apuesto, y daría mi vida en ello señor presidente, que esta misma guardia indígena, con mucho menos de la mitad del presupuesto del que dispone el ejército hoy en día, sería capaz de poner en cintura a las guerrillas (que recuerde que no es sólo una, por si le falla la memoria), los narcos y los paramilitares. Tal como ha sabido poner en su lugar al apenado ejército nacional de Colombia: fuera de su territorio ancestral.


Le aviso, señor presidente, que la campaña de los medios de comunicación que su familia y usted muy hábilmente manejan, esta vez no será suficiente, porque si el pueblo indígena se levanta, se levanta Colombia, que bien indios somos todos los que la habitamos; además hoy contamos con otros medios para informarnos y contarlos lo que es real. Pero sobre todo porque está vez se puso al descubierto la falacia que ustedes llaman ejército y su inutilidad.

Las lagrimas del soldado me indignan, pero no porque él sufra. No sé quién es ni de dónde proviene, puede ser una más de esas marionetas de las que se nutre tan bien nuestro ejército. ¡NO! Me indigno porque esas lágrimas simplemente demuestran su impotencia frente a los indígenas.

¿Qué sigue ahora? ¿Represalias armadas e ilegales? ¿La llegada de los paramilitares? ¿Declaraciones públicas exigiendo patriotismo? Le cuento que nada de eso es nuevo para ellos, señor presidente, los indígenas lo han vivido durante años y lo han resistido.

¿Qué le hace creer a Usted, señor Santos, que puede quebrar el espíritu de una comunidad que ha sobrevivido a la conquista, la colonia, la Guerra de Independencia, la Guerra de los Cien Días, la Gran Violencia, el frente Nacional, la guerra del Narcotráfico, el auge de las guerrillas y todos los atropellos diarios de parte del gobierno? ¿Qué le hace creer a usted que puede contra ellos, si usted mismo carece de estrategia?

Tal vez, señor presidente, debería sacar algo de su millonario sueldo y comprarse un ajedrez.



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